Notas

VALORACIÓN DE LA ENCÍCLICA LAUDATO SI DEL PAPA FRANCISCO

La Madre Tierra

Por Pablo Guadarrama González

¿Hay un cambio de perspectiva antropológica en la Iglesia Católica tomando en consideración la siguiente afirmación de la Encíclica Laudato Si del Papa Francisco? “Hemos crecido pensando en relación con “la hermana nuestra madre tierra” que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla”.

En cierta forma se puede considerar que ha habido una mayor toma de conciencia ante la situación cada vez más preocupante del deterioro del medio ambiente y por tanto del habitat humano. Pero en verdad esta preocupación del Papa Francisco, tiene sus antecedentes en la concepción al respecto de San Francisco de Asís al considerar a la “madre tierra” como una hermana,  así como en opiniones ya expresadas por Papa Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, y Benedicto XVI. Esto significa que ya desde mediados del pasado siglo la Iglesia Católica llamaba la atención al mundo sobre el peligro del ecocidio que puede conducir en una especie de suicidio colectivo de la humanidad, si no se toman oportunamente algunas medida trascendentales.

  En Laudato Si se plantea que “El auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural”. Esto quiere decir que en algún modo se cuestiona el antropocentrismo que ha prevalecido en la mayor parte de la civilizaciones, pero muy en especial en la occidental, pues es sabido que otras civilizaciones como las amerindias desarrollaron y aún conservan perspectivas diferentes de respeto y cuidado de la Madre Tierra, al punto que han sido reconocidos sus derechos en algunas constituciones recientes como las de Bolivia y Ecuador, países estos con gran población de procedencia indígena.

Por eso resulta de mucho valor el ecumenismo que caracteriza a esta Encíclica al reconocer que otras comunidades religiosas, al igual que pensadores desde diversas perspectivas cosmológicas y epistemológicas han contribuido también a la toma de conciencia de las posibles nefastas consecuencias que puede traer aparejado mantener o incrementar los niveles de consumo, en  la mayoría de las ocasiones totalmente desmesurados por parte de algunos sectores de la población, especialmente en los países más desarrollados.

Al valorar las reflexiones del Patriarca Ecuménico Bartolomé, que “nos invitan a encontrar soluciones no sólo en la técnica sino en un cambio del ser humano” se esté reconociendo con optimismo la posibilidad de un perfeccionamiento de la condición humana y por tanto que aún es posible salvar la naturaleza, si el hombre toma conciencia de inminente desastre ecológico en caso de continuar sus ritmos de crecimiento industrial y estimulando una insaciable sed de consumo de productos, la mayoría de ellos superfluos,  en lugar de desarrollar un auténtica vida en armonía con la naturaleza, que es estar en armonía consigo mismo, pues él forma parte sustancial de ella.

Al considerarse el ejemplo de San Francisco de Asís, “En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior”, se aprecia que el planteamiento de esta Encíclica no se reduce a ser un lamento de piedad ante la maltratada naturaleza, sino algo más importante aún y de lo cual depende en gran parte la posibilidad de que todos los habitantes del planeta puedan tener una vida más digna, esto es por medio de una mayor justicia social.   Por eso la Encíclica constituye a la vez un valioso documento inspirador de transformaciones emancipadoras necesarias que deben acometer los diversos pueblos del mundo, si es que desean legar a las nuevas generaciones por venir un mundo sostenible, pacífico y armonioso.

  Su convocatoria a “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar”, es expresión del profundo humanismo cristiano convicto en la posibilidad de un mundo cada vez más solidario y por tanto humano. Pues ha sido la solidaridad, y no las guerras y el egoísmo entre los seres humanos, lo que ha hecho posible el desarrollo de la civilización. No en balde Herbert Spencer, a quien se le adjudica las tesis socialdarwinista, sostenía que si en lugar del altruismo hubiese prevalecido el egoísmo el género humano no se habría podido desarrollar.  

Al referirse con agrado a algunas acciones benefactoras del medio ambiente en algunos países declara que: “Estas acciones no resuelven los problemas globales, pero confirman que el ser humano todavía es capaz de intervenir positivamente. Como ha sido creado para amar, en medio de sus límites brotan inevitablemente gestos de generosidad, solidaridad y cuidado”.

Cuando plantea que “Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás”. No es necesario ser muy versado en economía o sociología para saber a quienes se refiere como los poderosos. Por tal razón, esta Encíclica puede encontrar el desagrado de esos sectores que solo piensan existencialmente en su vida personal y tal vez algo en la de sus hijos, pero ya no tanto en la de sus nietos y mucho menos las de los pobres.

Por algo se destaca en el documento “la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta”, pues precisamente estos no constituyen la minoría, sino la mayoría de la población mundial.

Resulta muy claro el mensaje referido sobre a quién cae la mayor responsabilidad de esta posible hecatombe al plantear: “Muchos de aquellos que tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas, tratando sólo de reducir algunos impactos negativos del cambio climático”.

La encíclica es explícita en declarar sin eufemismos que “Conocemos bien la imposibilidad de sostener el actual nivel de consumo de los países más desarrollados y de los sectores más ricos de las sociedades, donde el hábito de gastar y tirar alcanza niveles inauditos”.

En ella se reconoce que “el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos” por lo que no ve con agrado la actual tendencia a privatizarla.

   El sentido profundamente social de la Encíclica y crítico de las oligarquías dominantes  se aprecia cuando plantea que: “En algunos lugares, rurales y urbanos, la privatización de los espacios ha hecho que el acceso de los ciudadanos a zonas de particular belleza se vuelva difícil. En otros, se crean urbanizaciones « ecológicas » sólo al servicio de unos pocos, donde se procura evitar que otros entren a molestar una tranquilidad artificial. Suele encontrarse una ciudad bella y llena de espacios verdes bien cuidados en algunas áreas « seguras», pero no tanto en zonas menos visibles, donde viven los descartables de la sociedad”.

 Al criticar la actitud de los sectores dominantes ante la pobreza que consideran: “como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral”. Reverdece con profunda reflexión y pasión el espíritu franciscano en todo el documento.

 Resulta muy diáfana la conclusión a que se arriba referida a que el progreso tecnológico no ha significado verdadero progreso social pues “Entre los componentes sociales del cambio global se incluyen los efectos laborales de algunas innovaciones tecnológicas, la exclusión social, la inequidad en la disponibilidad y el consumo de energía y de otros servicios, la fragmentación social, el crecimiento de la violencia y el surgimiento de nuevas formas de agresividad social, el narcotráfico y el consumo creciente de drogas entre los más jóvenes, la pérdida de identidad. Son signos, entre otros, que muestran que el crecimiento de los últimos dos siglos no ha significado en todos sus aspectos un verdadero progreso integral y una mejora de la calidad de vida. Algunos de estos signos son al mismo tiempo síntomas de una verdadera degradación social, de una silenciosa ruptura de los lazos de integración y de comunión social”.

Tal vez la conclusión más importante y trascendental de la Encíclica es que: “(…) hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”.

Cuando afirma que “La tierra de los pobres del Sur es rica y poco contaminada, pero el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales les está vedado por un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso”, la encíclica pone el dedo en la llaga y por eso es lógico que haya levantado tanto escozor en los sectores oligárquicos mundiales.

Y cuando propone que “Se vuelve indispensable crear un sistema normativo que incluya límites infranqueables y asegure la protección de los ecosistemas, antes que las nuevas formas de poder derivadas del paradigma tecnoeconómico terminen arrasando no sólo con la política sino también con la libertad y la justicia”, Por supuesto que ha de develar a “muchos”, pero no precisamente a los muchos de la población mundial.  

Muy franca resulta la crítica a las desigualdades sociales, pero lo peor es cuando algunos tratan de justificarla. “Pero especialmente deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros. Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos”. De tal modo la Iglesia Católica declara su plena identificación con el reconocimiento de la igualdad de la dignidad humana, más allá de distinciones de clase social, género, generación, etnia, etc.

 Cuando se propone claramente que: “Se requiere de la política una mayor atención para prevenir y resolver las causas que puedan originar nuevos conflictos. Pero el poder conectado con las finanzas es el que más se resiste a este esfuerzo, y los diseños políticos no suelen tener amplitud de miras. ¿Para qué se quiere preservar hoy un poder que será recordado por su incapacidad de intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?” A un buen entendedor está claro que mientras subsistan tales poderes financieros y tecnológicos transnacionales se fomentarán nuevas guerras, nuevas armas de exterminio masivo y por tanto nuevas posibilidades de desertificar la Tierra, incluyendo a todos sus pobladores, lo mismo vegetales que animales, incluyendo la especie humana.

 La Encíclica apela a la confianza en el ser humano a perfeccionarse, a convivir dignamente, a la posibilidad de lograr formas de organización socioeconómicas no solo amigables con el medio ambiente, sino amigables con el hombre mismo. Pues la solución que algunos consideran al proponer tal vez mudarnos de planeta, parece que tampoco resuelve el problema sino que solamente lo traslada de escenario si persiste el triunfo del egoísmo por encima de la solidaridad.

Al plantearse que “lo cierto es que el actual sistema mundial es insostenible” algunos pudieran pensar que se trata argumentar que el género humano ha fracasado como especie. Como si ilusamente recomendase que no hay nada que hacer, sino empezar de nuevo.  Pero no es este el mensaje que transmite la Encíclica, sino todo lo contrario. Ella está imbuida de un profundo optimismo humanista en correspondencia con la fe cristiana y por tanto no se limita a la protesta, sino que a ella une la propuesta.

Entre sus propuestas se encuentra la de buscar soluciones desde distintas perspectivas “También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad. Si de verdad queremos construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje. Además, la Iglesia Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico, y eso le permite producir diversas síntesis entre la fe y la razón”. Es en condición muy distante de cualquier prepotencia que el Papa Francisco nos convoca a todos al diálogo sincero y la búsqueda común de soluciones, desde todas las formas de la sabiduría humana. La convocatoria ha sido lanzada, tenemos el deber eminentemente humano de sumarnos a ella.

 

Acerca del autor Pablo Guadarrama González

Profesor de Mérito de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas (2013); Doctor en Filosofía Universidad de Leipzig (1980) y Doctor en Ciencias. (UCLV, 1995). Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba (1998-2012). Autor de varios libros sobre teoría de la cultura y el pensamiento filosófico latinoamericano. Ha impartido cursos de postgrado y conferencias en varias universidades latinoamericanas, de Estados Unidos, Japón, España, Rusia, Italia y Alemania. Ha obtenido varios premios y distinciones por su labor intelectual

 

 

 

 

Compartir

Comments are closed.