Notas

Cuerpos, Política y Militancia

Todo chori es político

Por Marcos Carbonelli

Existe en el discurso político oficial y en el de los medios de comunicación dominantes una distinción entre las movilizaciones populares organizadas y aquellas mal llamadas “autoconvocadas”. Las primeras serían una de las formas que adopta el clientelismo, llevando a la gente a la fuerza, por medio de una contribución económica o por un simple choripán. La segunda en cambio sería la forma transparente de la acción ciudadana de un individuo. Efecto de esto es la estigmatización de ciertos sectores sociales y la diferenciación entre ciudadanos autónomos que van por sus propios medios y dependientes que van en bondi y por un simple choripán. Marco Carbonelli desarma este prejuicio mostrando que el vínculo entre alimentación y política es de larga data, no solo en relación a las necesidades corporales sino como acto político de comunidad.

Desde la recuperación democrática, los diferentes gobiernos quedaron asociados en el imaginario a ciertas prácticas alimentarias. En la distribución de las cajas PAN (Plan Alimentario Nacional), Alfonsín anudó el ejercicio de la democracia, la gestión y las políticas públicas a la cobertura de necesidades y lo certificó con su célebre discurso, “con la democracia, se come, se educa se sana”. Más tarde, pizza y champagne fueron símbolos de la fastuosidad y la superficialidad del menemismo. La sofisticación del sushi acompañó la brevísima y turbulenta experiencia de la Alianza, capitaneada por un grupo de jóvenes imbuidos de ideas tan exóticas como su paladar.

El segundo milenio no resulta la excepción a esta particular tradición. La denominada marcha 1A, además de mostrar la diversidad constitutiva del ciclo de movilizaciones en Argentina y sus clivajes potentes, tuvo una particularidad. Uno de las consignas fabricadas in situ por los manifestantes “no venimos por el chori” fue recogida por el presidente Macri.  En su rescate, el presidente devela todo el carácter ilocucionario del discurso. Como enseñara Austin, además de lo que se escucha, el discurso tiene un hacer que acompaña al decir, que está indisolublemente ligado a él. En su reapropiación, el presidente procura invalidar todas las movilizaciones durante el kirchnerismo porque las juzga motorizadas por una lógica propia de clientes y no de ciudadanos. En la construcción macrista, el chori es símbolo del kirchnerismo. Un símbolo que huele y sabe a clientelismo y populismo. Tal como había sucedido con la expresión “caer en la pública”, Macri pronuncia estas frases disonantes porque intuye (acertadamente) que cuenta con el respaldo de ciertos sectores sociales. Dice en voz alta lo que percibe en el murmullo cotidiano de no pocos.   

Por fortuna, este sentido común (que por extendido no deja de ser falso) ha sido desmontado ya hace varios años por un prolífero campo de estudios socio-antropológicos que al mismo tiempo que complejizan las interacciones convergentes en la movilización popular, desnudan reduccionismos y clichés clasistas. En esta línea, consideramos que los choripanes merecen ser pensados como objeto de consumo que, como enseñara Howard Becker, almacenan (además de cantidades exorbitante de calorías) una extensa capa de sentidos atribuidos a su tiempo por una profusa gama de actores intervinientes.

Como todo alimento los choripanes están orientados a la reproducción de los cuerpos. Cuando Macri liga su consumo a una movilización degradada, espuria, procura clausurar otros sentidos políticos. A nuestro juicio, borrar el chori, defenestrarlo, es borrar la trama que nos conduce a los cuerpos y a su importancia en cualquier acción colectiva.

Como ha descrito recientemente Julieta Quiróz (2017), el poder de fuego de una movilización, su capacidad de incidencia, se mide por la cantidad y la fuerza de los cuerpos militantes que se presentan para reclamar, agitar banderas y marchar, en un ritual agonístico. No es lo mismo diez cuerpos movilizados que mil o que diez mil. Sus efectos no son los mismos, no son las mismas reacciones las que generan en los otros. Como dijo Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Y si es movilizado, aún menos.

El maridaje entre militancia y corporalidad forma parte de un clima de época. Se expresa en la verbalización del concepto. Se habla de “militar la calle”, “militar el barrio”, “militar la causa X”, “militar la causa Y”. Militar resulta entonces una acción que en todos los casos implica poner el cuerpo, y con él, energías vitales, cansancios, compromisos musculares. Esta impresión emergente del campo se encuentra respaldada por una reflexión sociológica reciente que, con Mathew Mahler y Dominique Memmi a la cabeza, remarca cómo no puede omitirse el hacer política (inclusive la política hiperprofesionalizada) de una dimensión física. La misma no resulta un mero “soporte” de los ideales, recursos y estrategias del político, sino más bien un elemento que se conjuga indisolublemente con su obrar continuo en el espacio público.

Al fin y al cabo, ¿Qué pasa con los cuerpos durante las manifestaciones? Caminan, agitan banderas, cantan consignas, soportan elementos en manos y hombros. Visibilizan cansancios producidos en noches cortas y madrugadas repetitivas, como las que exigen marchar al centro desde Florencio Varela, La Matanza, etc. Todos estos datos (obliterados por los análisis que buscan “el por qué” de la movilización divorciado del “cómo”) retratan que en el “mientras se marcha” los cuerpos se desgastan, pierden energías y esas energías requieren ser repuestas. Los cuerpos necesitan ser reproducidos mientras se despliega la acción colectiva.

Quien suscribe estas líneas realizó un análisis etnográfico, junto a Verónica Giménez Béliveau, de la movilización que el pasado 7 de agosto se dio cita en las inmediaciones del santuario de San Cayetano para peregrinar hacia Plaza de Mayo por “Paz, Pan y Trabajo”.  Fueron trece kilómetros de marcha, aproximadamente seis horas de caminata compacta recorriendo de punta a punta la avenida Rivadavia. Con Verónica iniciamos el recorrido preocupados en las motivaciones de los concurrentes, sus repertorios de acción colectiva, emblemas y demandas. Pero el famoso “estar ahí” geertziano nos llevó a entender que, en ese despliegue colectivo por calles y veredas porteñas, agitando bombos y banderas, confundiendo Santos y estandartes guevaristas sucedían otros eventos concomitantes. En primer lugar, que los manifestantes reproducían sus cuerpos mientras caminaban, a partir de alimentos que ellos mismos habían traído. Conocedores de una cláusula sociológica implícita, estos agentes mostraban cómo accionar políticamente resulta siempre un despliegue de energías que requiere reposición continua. Llevar comida de antemano no sólo deshilachó el trazo grueso de la denuncia clientelar: también develó antes nuestros ojos la importancia de la comensalidad en el accionar militante. Como ellos, nosotros también sentimos hambre, cansancio y sed en el transcurrir de las horas, y muy posiblemente fueron esos sentires los que habilitaron la comprensión de la choriceada que aguardaba en Plaza de Mayo, al final de la travesía y mientras los oradores se sucedían.

Una choriceada para miles es un acto premeditado: requiere asadores dispuestos, compras previas, dinero invertido, logística, especialistas en la materia. Pero insistimos: su carácter organizado no remite al broche final de una transacción económico: “porque viniste hasta acá como rebaño te pagamos con un chori”. Por el contrario, forma parte de un acto de hospitalidad, inherente al cálculo moral (Vommaro y Quirós 2011) que empapa la acción de los referentes. Ellos “cuidan” a su gente, y los reciben con dones, tal como en la cotidianeidad se recibe a un ser querido o a alguien que nos ha hecho un favor. Para decirlo más claramente: en marchas como las que cubrimos, queda claro que el chori no remite a la lógica instrumental, asimétrica y circunstancial de la transacción económica. Se comprende sólo al interior de una práctica relacional, simétrica, moral y horizontal, que involucra a referentes y militantes. Aun a riesgo de extrapolar conceptos y discusiones de otros espacios académicos, a nuestro juicio el choripán repartido al final de una movilización forma parte de una política de cuidado que las organizaciones planifican en consideración de y atendiendo a los cuerpos de los militantes con los que comparten una comunidad de demandas, metas y utopías. Cuidado en el sentido de gratificación, de don repartido en señal de hospitalidad y camaradería.

Estas últimas apreciaciones se desprenden de una reconsideración holística de la militancia, que incluye a la comensalidad entre compañeros como práctica decisiva. En el ágape, donde otros ven (el presidente inclusive) la paga ridícula por un esfuerzo intenso, es posible rescatar un circuito de dones y contra dones, donde los alimentos condensan agradecimiento, consideración, hospitalidad…

En esta sintonía, el chori abre la puerta a una dimensión festiva. Los usos sociales del choripán muestran su acompañamiento continuo de las celebraciones populares. Kermeses, salidas de espectáculos deportivos, reuniones familiares, actos escolares, etc., son todos eventos donde este embutido se consume y sella la alegría de la participación colectiva.

En la citada movilización a Plaza de Mayo pude comprobar que el choripán fue uno de los marcadores de la dimensión festiva militante. Su puesta a punto generó el espacio para los balances y los análisis distendidos, para que las voces de las bases afloren y comenten, por fuera y más allá de los micrófonos de “los que mandan” (al interior de tal o cual organización). También favoreció su reconocimiento mutuo en el cumplimiento de una meta. El chori sirvió para conmemorar que otra vez más los cuerpos se dispusieron y se desplegaron exitosamente. La comensalidad del chori adquiere así una dimensión cuasi- mística, porque la pausa que impone habilita la contemplación de la multitud y el gozo de la pertenencia colectiva: todos los cuerpos desplegados y desperdigados por el ir y venir se reúnen en un solo cuerpo celebratorio.

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En un debate televisivo reciente sobre las marchas que tuvieron lugar en Buenos Aires durante el mes de marzo y abril, Pablo Semán llamó la atención sobre el despliegue de discursos y prácticas con una carga deshumanizante, en la medida en que relegaban a sus adversarios a un lugar irreconocible, desposeído de atributos humanos. A su turno, tanto “la clase media” como “los militantes del campo popular”, los “seguidores de Macri” y “los pingüinos” fueron arrojados fuera de los límites del reconocimiento, práctica nodal de la convivencia política. A la luz de este juicio, consideramos que la crítica presidencial al choripán es una práctica deshumanizante, porque cegada por el prisma clientelar (aquel que ve clientelismo siempre y toda vez que se movilizan sectores populares), niega la existencia en el espacio militante de acciones tan humanas y tan profundas como la reproducción y el cuidado de los cuerpos, la comensalidad y el goce del reencuentro.

Acerca del autor/a / Marcos Carbonelli

Doctor en Ciencias Sociales, por la Universidad de Buenos Aires (UBA), magíster en Ciencia Política por la Universidad de San Martín (UNSAM) y licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires.

Investigador Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Becario doctoral (2008-2013) y posdoctoral (2013-2014) del CONICET e Investigador Asistente en dicho organismo desde mayo de 2014. Participa desde su formación (en 2008)en el Área Sociedad, Cultura y Religión del Centro de Investigaciones Laborales (CEIL- CONICET).

Docente en la carrera de Ciencia Política y en la maestría en investigación social de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Docente regular en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.

Trabaja temas de religión, política y metodologías de investigación, sobre los que ha dictado cursos y publicado artículos, capítulos y libros, en español y portugués. 

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