Notas

MEMORIA Y VERDAD

Rosasco y la dignidad

Por Charo López Marsano y Ernesto Salas

La noticia se encuentra allí todavía, indolente en el buscador, sin que a nadie parezca llamarle la atención la paradoja que en sí misma encierra. Ocurrió en mayo de 2018. Un grupo de trabajadores de la economía popular de la organización Barrios de Pie inauguró una fábrica de zapatillas, “Calzados del Sud”, en el Pasaje Mayor Rosasco 1479, en Gerli, Avellaneda. En el aviso se lee: “La felicidad del pueblo crece desde el pie”. Y en la nota: “Esta fábrica es un gran paso que recupera parte de la historia de Avellaneda y sus orígenes fabriles. Esperamos poder seguir generando este tipo de emprendimientos”, dice uno de los referentes.

Rosasco es en realidad un pasaje de sólo 100 metros y seguramente muchos de los que allí viven desconocen quien es el personaje que identifica sus domicilios. En 2004, Osvaldo Bayer alertaba acerca de la persistencia del nombre de ciertas calles y la necesidad de dar batalla por la memoria eliminando estos póstumos homenajes como el que se le sigue tributando al Mayor José Rosasco. Al día de hoy el represor policial de la Avellaneda de comienzos de 1930 sigue siendo considerado un mártir del fascismo argentino.

Cuando el 6 de septiembre de 1930, el general José Félix Uriburu tomó por la fuerza el gobierno con la idea de modificar la constitución e instaurar un Estado corporativista, lo primero que hizo fue decretar la Ley Marcial. El mismo día del golpe, “Von Pepe” anunció que “el Gobierno provisional procederá con prudencia, pero con una inquebrantable energía, porque el país ha sufrido demasiado para que el sacrificio sea estéril. [Y] reprimirá sin contemplación cualquier intento que tenga por fin estimular, insinuar o concitar a la regresión”. Lo que equivalía a que serían pasados por las armas aquellos que se opusieran a la dictadura o los que fueran atrapados cometiendo algún tipo de delito. Esa misma noche, en la intersección de Rivadavia y Callao una patrulla del Ejército fusiló en el acto al menor Luis Di Tulio, un ladrón al que la policía había detenido mientras robaba. Unos días después fue fusilado en las barrancas del Paraná el obrero anarquista Joaquín Penina e hicieron desaparecer su cuerpo.

Los primeros pasos de la dictadura “nacionalista” aseguraron la embestida represiva contra las organizaciones obreras. No en vano declararon que habían venido a poner orden en un país corrompido por la democracia liberal. José Rosasco fue nombrado interventor de la policía en Avellaneda al mismo tiempo que el comisario “Polo” Lugones –el inventor de la picana- asumió en la Sección Orden Político de la Policía Federal y el teniente coronel Rodolfo Lebrero ocupó la jefatura en la ciudad de Rosario. Si bien el torturador Lugones es más conocido, por el régimen de terror que instauró desde la Penitenciaría de Las Heras, los otros dos no le fueron a la zaga. Fue el momento de la expansión estatal de los servicios de inteligencia y de los espías al servicio de la represión contra anarquistas, comunistas y radicales yrigoyenistas.

José Washington Rosasco nació en 1893 e ingresó a la carrera militar en 1908 en el arma de Infantería. Sus biógrafos cuentan que participó en los orígenes de la aviación militar y allí, seguramente, haya conocido a Enrique Mosconi quien fue el que organizó los primeros grupos de aviadores en el Ejército. Para 1927 había ascendido al grado de Mayor y estaba designado como jefe del Distrito Militar 15. El 6 de septiembre sublevó la unidad en apoyo del golpe.

Avellaneda era territorio de industrias y talleres, empezando por los grandes frigoríficos, La Negra, La Blanca, el Anglo, que ocupaban miles de trabajadores tanto de día como de noche. Según datos de 1929, las múltiples industrias que formaban el paisaje urbano se componían, entre muchas otras, de 42 curtiembres, 60 cartonerías, 10 aserraderos, 12 fábricas de alpargatas, 8 talleres navales, 9 fábricas de fósforos, 3 refinerías de petróleo, 70 herrerías, 5 fundiciones y 10 fábricas de tejidos. Ciudad industrial como ninguna otra, había crecido tumultuosa, depositaria de una inmigración obrera reciente, en la que arraigaba un pasado y un presente de ideas anarquistas, comunistas y socialistas. También era una sociedad compleja en la que se cruzaban las honduras humanas que daban lugar al crecimiento de negocios clandestinos, la esclavitud sexual, la prostitución, el juego, el asesinato. Los enfrentamientos armados entre facciones del radicalismo y los conservadores eran moneda corriente. Pero el gobierno, y los negocios, eran controlados firmemente por el caudillo conservador Alberto Barceló con ayuda de una política clientelística aceitada y la presencia de grupos armados controlados por un lugarteniente que se hizo tan famoso como su jefe: Juan Ruggieri, “Ruggierito”.

A pesar de que los historiadores del fascismo insisten en condenar a Alberto Barceló por liberal y dueño del delito en la zona, lo cierto es que la dictadura de Uriburu colocó de facto al frente de la intendencia a uno de sus hombres –Pedro Groppo- y la presencia del mayor Rosasco en la comisaría se dirigió directamente a la represión de “elementos extremistas” y no a las actividades delictivas. 

Al nuevo comisario le pareció escasa la dotación con que contaba y al hacerse cargo de la comisaría solicitó el incremento de sus fuerzas represivas. Desde el 6 de caballería le enviaron trescientos hombres con los que militarizó la ciudad para arrasar las organizaciones obreras y anarquistas. No había pasado un mes cuando el 4 de octubre las fuerzas de Rosasco cayeron sobre el local anarquista Rosa Luxemburgo llevándose varios detenidos. Unos días más tarde, como ya se había hecho en otras partes del país, aplicó la Ley Marcial. El 8 de octubre, un pelotón militar a sus órdenes fusiló en la comisaría 1ª a los ladrones José Gatti y Gregorio Gagliardo, acusados de tirotearse con la policía. Al militante comunista Jesús Manzanelli, mientras estaba siendo torturado, Rosasco le pegó tres sablazos en la cabeza por insultar al presidente Uriburu. Después de cada allanamiento mostraba el botín obtenido en armas y propaganda: “Los arsenales nunca iban divorciados de panfletos o material ideológico […] germen de una gimnasia anarquista […] Jamás la tradicional policía de Avellaneda había combatido a los extremistas con tamaña precisión” (Capizzano, 2013).

Hay que agregar que Rosasco no era un nacionalista cualquiera, de aquellos cajetillas que habían adherido por moda al nuevo gobierno. Para nada. El Mayor era un adherente de las ideas fascistas y solía frecuentar la casona de Humberto Bianchetti en la avenida Mitre en la que se gestaba el futuro Partido Fascista Argentino, que nacería justamente al cumplirse un año de su asesinato. A pesar de las críticas hacia algunas corrientes nacionalistas que habían apoyado el golpe, el llamado del dictador Uriburu para que las fuerzas afines se incorporaran a la Legión de Mayo o a la Legión Cívica, hizo que el grupo de Bianchetti ingresara en la primera de ellas: “Sostener al General, para ellos no era reivindicar la oligarquía, sino a quien podría convertirse en el protagonista de una revolución social y patriótica” (Capizzano, 2013).

Cuenta Osvaldo Bayer que en los nueve meses que está al frente de la policía Rosasco “hace unas redadas fabulosas: los celulares se amontonan en la entrada de la primera de Avellaneda y de allí los van bajando a empujones porque siempre son retobados: gallegos, catalanes, tanos, polacos, búlgaros y hasta un grupo de alemanes que han constituido una sociedad vegetariana, a los cuales no les tiene ninguna confianza” (Bayer,1986: 85). Se conoce el caso de un obrero turco al que Rosasco ordenó que lo ataran a una escalera para despellejarlo vivo con tintura de yodo. A los detenidos, si son extranjeros, se lo expulsa por la Ley de Residencia. Si son argentinos van a parar al Cuadro 3 bis del penal de Villa Devoto o bien son trasladados a la “siberia Argentina”, el Penal de Ushuaia, abarrotados como ganado en los transportes Pampa y Chaco. Las escenas de terror vividas en los penales, los instrumentos de tortura y sus métodos, fueron relatadas años después por los sobrevivientes. En 1932 se conocen las denuncias del diario Crítica: No ha quedado en pie nada de la organización obrera del país. Buenos Aires, Avellaneda, Rosario, Bahía Blanca,  Zárate, Campana, todos los centros importantes de la clase obrera organizada han sido teatro de análogos sucesos: fusilamientos, simulacros de fusilamientos, allanamiento con despliegue de fuerzas militares, máuseres, ametralladoras, bombas lacrimógenas, etc. destrucción de muebles, libros, cuadros, útiles de trabajo o de instrucción, asalto a hogares humildes, arrestos de familias enteras, torturas en la cárcel, deportaciones, muertes.”

Al principio hubo un atisbo de resistencia y cuatro bombas estallaron en las vías del ferrocarril y del tranvía sobre la avenida Mitre. Pero la cruenta represión provoca un repliegue. Sin embargo, un año después, la violencia que Rosasco activó se le volvió en contra. El propio represor lo sabía. A los que lo advertían del peligro que corría les contestaba: “Cumpliré mi deber hasta el fin”.

Por aquella época, un grupo aguerrido de anarquistas está decidido a combatir a los fascistas y a la dictadura con las armas. Juan Antonio Morán, marinero y timonel, había sido dos veces Secretario General de la Federación Obrera Marítima. Era anarquista. Pero no de aquellos que publican solicitadas en los diarios, comenta Osvaldo Bayer. Cuando el sindicato llamaba a la huelga, Moran salía a bancarla a punta de pistola. A comienzos del treinta tenía en su haber varios enfrentamientos con los de la Liga Patriótica que lo buscaban para matarlo. Estaba relacionado con los llamados anarquistas expropiadores, como Severino Di Giovanni o Miguel Arcángel Rosigna. Fueron ellos los que le ayudaron a formar el grupo con el que decidió acabar con el represor de Avellaneda. La noche del 12 de junio de 1931, el mayor estaba contento porque acababa de desbaratar un complot anarquista y había arrestado a más de cuarenta extremistas. Caminó los pasos que lo separaban del restaurante Chechin en compañía de Eloy Prieto, un funcionario de la municipalidad, y se dispusieron a comer mientras conversaban. Se sentía seguro, por lo que no tenía custodia. Al sentarse se había palpado, para asegurarse que estuvieran en su lugar, las dos pistolas que llevaba siempre listas. Tal vez, desde donde estaban, atinó a ver que un auto oscuro, de capote marrón, estacionaba en el frente del local y que de él descendían cinco hombres que no parecían el tipo de parroquiano habitual. Al pasar frente a ellos uno se detuvo y en el momento mismo en que sacaba el arma de entre sus ropas, le dijo: “Porquería”. Rosasco se puso de pie cubierto de furia por la ofensa mientras Morán, que empuñaba una pistola .45, le  descerrajó cinco tiros. Los otros cuatro cubrieron la retirada disparando e hiriendo a uno de los mozos. También quedó herido Eloy Prieto, aunque salvaría su vida.

El mayor Rosasco fue velado en el Círculo Militar rodeado de toda la clase dirigente de la época. Fue despedido por Leopoldo Lugones que clamó venganza y la aplicación firme de la Ley Marcial: “Porque estamos, efectivamente, en guerra, y no es con lágrimas, siquiera sean las del más noble dolor, como se lava la sangre. Tal cual el diamante se pule consigo mismo, la sanción de la justicia, en casos como este, es una sana venganza […] Sabemos donde están y quienes son las madrigueras y los instigadores. […] No haya paz sobre las tumbas abiertas por el crimen sino cuando quede cumplida la expiación. Recoger la espada y la bandera del que cayó en la lucha es deber primordial del soldado”.

Juan Antonio Morán fue asesinado en 1935 al salir de la cárcel. Su cadáver fue encontrado en un descampado con signos de tortura y un balazo en la nuca.

Rosasco no fue un  militante de la causa fascista, fue funcionario de una dictadura enviado a aplicar el terrorismo de Estado en una zona obrera y popular. Allanó, detuvo, fusiló y torturó a cientos de militantes con recursos públicos y de manera ilegal. A un año de su muerte y apelando a su recuerdo, se fundó en Avellaneda el Partido Fascista Argentino, en la misma casa de Humberto Bianchetti que otrora frecuentara.

 Osvaldo Bayer comprobó, que pese a toda su prédica no resulta fácil desmonumentalizar. Tal vez el Pasaje Rosasco siga llamándose por largo tiempo así. Pero noventa años más tarde, los bisnietos de aquellos a los que persiguió pusieron un mojón de  dignidad en los pocos metros que todavía le quedan de memoria. Lo tiene bien merecido.

Bibliografía

Charo López Marsano y Ernesto Salas (2017), ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! La lucha armada radical en la década infame 1930-1933, Editorial Biblos.

Hernán Capizzano (2013), Presencia fascista en Argentina. Relatos y apuntes / 1930-1945, Memoria y archivo.

Osvaldo Bayer (1986), Los anarquistas expropiadores, Legasa.

 

Acerca de la autora / Charo López Marsano

Charo López Marsano

 

Magister en Humanidades, Cultura y Literatura Contemporánea (UOC) y Profesora de Historia (UBA). Docente  e investigadora de la UBA, coordina  el área Cine e Historia del Programa PIMSEP / RIOSAL, (FyLL/UBA) y es investigadora UBACyT en Industrias Culturales (CEEED/UBA). Escribe sobre cine, política y memoria. Es coautora de los libros ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! La lucha armada radical en la Década infame (2017) y de El Atlas del peronismo. Historia de una pasión argentina (2019).

 

Acerca del autor Ernesto Salas

Ernesto Salas

Licenciado en Historia, Universidad de Buenos Aires. Director del Centro de Estudios Políticos de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Es autor de los libros: La Resistencia Peronista: La toma del frigorífico Lisandro de la Torre (1990), Uturuncos. El origen de la guerrilla peronista (2003); Norberto Habegger. Cristiano, descamisado, montonero (2011, junto a Flora Castro), De resistencia y lucha armada (2014); Arturo Jauretche. Sobre su vida y obra (Comp.) (2015)  y ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! (2017, junto a Charo López Marsano).

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