Cine y política

DE MÁSCARAS Y VELOS FRENTE A LA DICTADURA

El arte de la resistencia

Por Germán Roberto Gil

El proyecto “disciplinador” de la última dictadura cívico-militar argentina en el ámbito cultural implicó, tanto la persecución y censura de intelectuales y artistas como el combate/desaparición de bienes culturales y simbólicos. Hacia 1981, por los huecos abiertos por la crisis del régimen, algunos actos de resistencia comenzaron a colarse: Teatro Abierto, ciclos televisivos como Nosotros y los miedos  o algunos films de Adolfo Aristarain y Alejandro Doria. Sin embargo, estas críticas no eran nuevas y, mediante mecanismos de enmascaramiento, están presentes en El ex alumno de Carlos Somigliana.

 

Los escritores que en 1976 decidieron permanecer en la Argentina, dando la batalla cultural contra la dictadura, debieron enfrentar un dramático desafío. Ante la casi total ausencia de pautas “legales” de censura, muchos artistas debieron, por un lado, “disfrazar” sus enunciados y por otro, habilitar “disparadores” (shifters) dirigidos a un público atento a captar un mensaje que, de ser muy críptico, no podría ser interpretado. La máscara, el contenido envuelto en velos, posee por entonces varios ejemplos, entre los cuales ya ha sido señalada la película Tiempo de revancha de Adolfo Aristarain, de 1981.

En El ex alumno, obra teatral de Carlos Somigliana estrenada en pleno 1978, el argumento es aparentemente inocente: Horacio Caletti, egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires en 1958, de paso por Campana por cuestiones laborales, visita a su antiguo profesor de Literatura. El primer  disparador o shifter es la similitud argumental con “El Maestro de mi padre” del libro Corazón, de Edmundo De Amicis, una lectura de infancia muy extendida en la época entre los espectadores de la obra. Aquí, el shifter actúa no tanto por las similitudes sino por las fuertes diferencias entre ambos textos. En Corazón, el padre quiere encontrarse con su maestro, y para eso va con su pequeño hijo al pueblo en el que este vive. En la obra de Somigliana, Caletti viaja a Campana por trabajo, por lo que la visita a su profesor es meramente circunstancial. Si bien las actitudes iniciales son semejantes (humildad en los docentes, ya retirados; admiración retrospectiva en los ex alumnos), pronto se ven las diferencias. En Corazón, el maestro recuerda con afecto correspondido por el alumno. En El Ex alumno, Caletti muestra un respetuoso temor. El maestro de De Amicis reconoce al discípulo desde el principio por el aspecto físico que éste tenía en aquella época, por su domicilio y por el recuerdo de su madre: la “anagnórisis” se centra en su alumno. El profesor de Somigliana, en cambio,  recuerda sus propias palabras dirigidas a Caletti en ocasión de un concurso literario; hasta entonces le basta con la admiración del ex alumno; su mirada se centra en sí mismo. Si el Maestro de Corazón recuerda episodios relativos al alumno, el profesor de Somigliana solo recuerda sus propias “hazañas”; los estudiantes son simples auxiliares de su autoconstrucción monumental.

Mientras la humildad del maestro es sincera la del profesor es inauténtica; encubre mal una profunda soberbia intelectual y una sed de poder autoritario sin afecto ni simpatía por sus alumnos, especialmente por los que no han sido “dignos” de egresar del “Colegio”. Si el maestro conserva, atados y clasificados, ejercicios de todos sus alumnos; el profesor ha desechado hasta sus libretas. Mientras los recuerdos del maestro se centran en los logros de sus estudiantes y un olvido compasivo de los momentos ingratos en los que se ha visto obligado a hacer pesar su autoridad represiva; el profesor los evoca con placer evidente.

Sus actividades intelectuales también difieren. El maestro hojea “viejos libros de escuela, colecciones de periódicos escolares y algún libro que me regalan”, libros de aula que ubica  en “una pequeña biblioteca”. El profesor posee una vanidosa estantería de libros ilustres que no lee, un gigantesco mueble que sólo parece servir para mantener tapiada una gran ventana-contacto con el mundo exterior. Su saber se muestra como un barniz enciclopédico superficial, instrumento de poder y opresión en las aulas.

Los desenlaces son contrastantes. En Corazón, el ex discípulo y su pequeño hijo regresan enternecidos por la edificante visita a ese personaje entrañable, el maestro los despide en el andén con la vista fija en su discípulo. En El ex alumno, Caletti, es nuevamente humillado por el profesor y, espectador impotente de un intercambio de golpes entre éste y su hija, huye desilusionado y avergonzado. El profesor vuelve, como si nada hubiera pasado, a sus crucigramas.

Los espectadores que habían leído Corazón no podían dejar de advertir que la obra de Somigliana era su versión grotesca. Pero, ¿en qué clave de lectura y con qué finalidad significativa? Ambas se hallan en el segundo tipo de disparadores (shifters): las tres dimensiones temporales en las que el profesor se autoinscribe. La primera es hacia un pasado indefinido, una “época de oro” de la que se siente partícipe –pese a que no la ha vivido-: “…un mundo poblado de banderas…El honor, el respeto, la cultura, la cortesía…Poblado de banderas, ¿me entiende?”. Un mundo refractario a los cambios nefastos que ocurrieron “después”. Un tiempo en que el profesor podía defender los valores de la “libertad” e incluso de la “democracia”.

En la segunda de sus temporalidades, la libertad se ha cobrado su precio: las masas han ocupado el espacio cultural y estropeado la belleza, no saben leer el mundo que les “ha enseñado a leer”. Es –dice- una de las “trampas de la democracia”. 

Sabemos que Caletti ha sido su alumno en 1956 y 1957 y que lo ha escuchado predicar a favor de la “libertad” y de la “democracia”, por lo que ahora lo asombran sus denuestos contra ellas. Porque el profesor entendía por entonces la irrupción de las masas en la vida política como un “accidente” de la historia, una “trampa de la democracia” que debía ser corregida. En las aulas del Colegio Nacional Buenos Aires, lejos de “el vulgo municipal y espeso”, preparaba a sus alumnos para vivir el retorno de la “época de oro”. Esta segunda dimensión temporal es el pasado del profesor, encerrado tras los muros de una institución enciclopédica en la que cree que “las multitudes negras de la ciudad” desaparecerán y todo volverá a la armonía del orden preexistente.

Finalmente, el presente, la tercera temporalidad: el momento en que su ilusión se quiebra; la conciencia de que aún bajo el amparo de la “democracia” y de la “libertad” las masas no se irán. Y entonces sólo queda un medio: la fuerza, la coacción, la represión, la violencia sobre los cuerpos no deseados del “vulgo municipal y espeso”.

Así, las tres temporalidades enmarcan dos espacialidades simbólicas: el adentro y el afuera. Cada personaje asume posiciones en ese esquema espacial: el profesor ocupa una opción excluyente: el adentro. El espacio de la obra es su espacio. Los demás personajes entran y salen. Así, Mario, un sádico adolescente, aprendiz de represor que el profesor prepara para su ingreso en la Prefectura, pertenece plenamente al afuera, donde impera la violencia represiva del Estado del que pretende ser agente. Si “entra” a la casa del profesor no es para invisibilizar una violencia que idolatra, sino para mejor prepararse para el examen de ingreso que le permitirá institucionalizar su proyección de represor. Ambos cooperan así en una suerte de división del trabajo (intelectual y “manual”) con un mismo fin.

Hay en la obra un momento de dignidad/autonomía que Caletti conserva de aquella enfermiza relación: la escena en que se recuerda a sí mismo como parte de un sector de la juventud argentina que creyó en aquella confusa mezcla de ideas que fue el desarrollismo entre 1956 y 1958. Así, se anima a reivindicar sus cuestionamientos adolescentes del mundo y de los valores de la “época de oro”. Ante esto, hay un imperceptible dejo de alarma en el profesor: las “rebeldías” que le resultaban simpáticas en 1945 (los estudiantes cantando La Marsellesa) o aceptables en 1956-1958 ya no pueden permitirse en 1978, porque el traslado temporal de ese espíritu irreverente al presente envía la imaginación de los espectadores hacia lo innombrable, hacia el espectro de la “subversión” o del “caos social”. Sin embargo, no hay una valoración positiva o una defensa explícita de este mundo innombrable: Caletti, que podría haberla hecho, se manifiesta “quebrado”. El profesor, por su parte, ocupa un lugar discursivo que no deja dudas de su absoluta visión condenatoria.

El disparador radica, precisamente, en que la condena de las “rebeldías” corra por cuenta de un personaje que, a esta altura de la obra, ocupa el lugar de una absoluta negatividad. Ese mundo en el que habita “lo innombrable” no tiene defensores; pero el juez que lo condena carece de toda integridad moral.

En la obra de Somigliana no hay héroes entre los personajes. Los héroes que se necesitaban están más allá del cuadro escénico: es de entre el público-pueblo, y no de la ficción teatral, que deberían surgir, si no los héroes, una reflexión indignada en aquellos que se animaran con palabras y actos a romper el cerco del aislamiento impuesto por la dictadura, a demoler los falsos muros de una mal entendida “cultura bibliófila” que tapaba la realidad y a precipitarse en las calles, fundidos con “el vulgo municipal y espeso”.

 

Acerca del autor / Germán Gil

Profesor de Letras y de Historia. Ejerció la docencia en diferentes niveles del sistema educativo. Fue miembro y  cofundador del Profesorado de Historia “Alfredo Palacios”. Actualmente, mientras completa la Licenciatura en Historia en la UBA, escribe e investiga sobre la Historia del Peronismo y La Revolución de Independencia en el Río de la Plata. Es autor de La izquierda peronista (1989, obra reeditada y ampliada en 2019 por Editorial Prometeo) y coautor de Historia contemporánea (1999).

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