Política y deporte

BLACK LIVES MATTER EN LA NBA

El 2, el 9 y el 10 de New Orleans se llaman Equality

Por Claudio Benzecry

La noche del 5 de Abril de 1968 los Philadelphia 76ers y los Boston Celtics jugaban un partido por la final de la división este (ahora conferencia) de la NBA. La fecha nos dice poco en Argentina, pero en EE.UU. es importante porque fue el día siguiente del asesinato de Martin Luther King. Los dos principales jugadores de ese entonces -Bill Russell y Wilt Chamberlain, afro descendientes ambos- hablaron por teléfono para discutir si el partido se jugaba. Los jugadores de Boston tuvieron una reunión en la que acordaron por unanimidad salir a la cancha como una forma de no contribuir a la efervescencia social del momento. Los de Filadelfia fueron en cambio obligados por el gerente general y los dueños del equipo, a jugar, bajo la excusa de que “estaban bajo contrato” y “mucha gente había pagado su entrada ya.” Aunque Boston siempre fue una de las ciudades más racistas, su equipo fue el primero con un conjunto titular plenamente afro, y su técnico -el mítico Red Auerbach- entendió temprano la dominancia en ese deporte, confiando al 100 por ciento en sus jugadores, aún en una parada como esta. 

La tarde del 31 de Julio del 2020 cuando los New Orleans Pelicans y los Utah Jazz se enfrentaron para recomenzar la temporada luego de la suspensión por el COVID 19, una frase atravesaba el parquet: BLACK LIVES MATTER. Además, los jugadores corrían con nombres en sus espaldas como Equality, Peace, Say their Names, que reemplazaban sus apellidos y hacían difícil su visualización televisiva si uno no los conocía de antes. ¿Qué sucedió para que esto ocurriera? 

La NBA es considerada la liga más progresista de los EE.UU., tiene un sindicato que negocia con los dueños de los equipos y con la liga, garantizando un tope a los salarios individuales y del plantel. También ha sido históricamente -y cada vez más- una liga en la que -a diferencia del béisbol, el fútbol americano o el hockey sobre hielo- la mayoría y los mejores jugadores son afro descendientes, mientras que el público que acude a los estadios es mayormente blanco, rico y de los suburbios. Si en los 80 -antes de la llegada de Michael Jordan- hubo un gran escándalo cuando un basketbolista afro importante como Isaiah Thomas declaró que un blanco como Larry Bird ganó por tres años consecutivos el premio al jugador más valioso (MVP) solo por su raza, hoy esto sería ya imposible de plantear, en una liga donde los únicos players no afros exitosos son importados de los Balcanes y la península ibérica. 

Esa disparidad hizo eclosión en el 2004, cuando luego del hostigamiento por parte de unos hinchas blancos de los Detroit Pistons, dos jugadores afro de los Indiana Pacers (visitantes en un juego de temporada regular) se trenzaron a trompadas con los mismos, subiendo a las gradas más caras para buscarlos. Esos jugadores fueron suspendidos por toda una temporada y la liga intentó controlar esta discrepancia en el 2005 regulando el comportamiento de los jóvenes negros que entraban a la liga, con un código de conducta y vestimenta que apuntaba contra el vocabulario y la forma de vestir de los mismos, quienes habían adoptado muchas de las marcas emblemas del gangsta rap, y se vestían con durang o gorras en la cabeza, cadenas de oro, zapatillas caras, teniendo que reemplazar sus ropas por trajes, camisas y zapatos. Esta medida, que forzaba a los jugadores a usar esos ropajes en cuanto momento oficial o semi-oficial en el que no estuvieran vestidos con ropas de juego, fue defenestrada por algunos de los jugadores más importantes del momento como Allen Iverson, goleador entonces de la liga, que veían en ella un intento por criminalizar a cualquier cosa que oliera a cultural afro joven.  

La transición al momento actual puede verse en dos acontecimientos de la década del 2010: a) los jugadores -encabezados por la mega estrella Le Bron James- salieron antes del partido de la fecha con la cabeza cubierta por las capuchas de sus buzos, al igual que el joven Trayvon Martin, en el 2012, quien fuera asesinado en el sur de Florida por un blanco civil que lo vio circulando cerca de su barrio privado y lo consideró sospechoso por su atuendo; b) en el 2014 la liga forzó a Don Sterling, el dueño más racista y tacaño de una franquicia, a vender su equipo -Los Angeles Clippers- a otro millonario, luego de que se filtrara una grabación con declaraciones íntimas y racistas a su amante. 

Estos dos hitos se explican -conjeturo- por tres razones. La primera es la inmensa riqueza que genera la propia liga, basada en la globalización y expansión de derechos digitales y televisivos. Para dar un solo ejemplo, el equipo menor de Los Ángeles se vendió en 2 mil millones de dólares en mayo del 2014, cuando su valuación previa no pasaba de los 500 y en 1981 había sido adquirido por Sterling en 12.5 millones. La segunda es que esa riqueza está cada vez más asociada no a los equipos, sino a las estrellas. Si generaciones previas respiraban el azul y naranja de los Knicks si habían nacido en NYC, o vibraban con la rivalidad entre Boston y Los Ángeles, hoy los jóvenes fans alrededor del mundo son hinchas de LeBron, o de Kevin Durant, más que de ciudades o de franquicias.

Los jugadores han tomado nota de esto y firman contratos cada vez más cortos, lo que les ha dado mayor control sobre su situación, los equipos donde juegan y hasta la propia liga. La idea de que la liga es “una liga de estrellas” significa también que la propia institución NBA ha tomado nota y se ha puesto políticamente detrás de sus jugadores. Si en los 90s cuando L.A. estaba en llamas por la muerte brutal de Rodney King a manos de la policía, Michael Jordan declaró que él no opinaba al respecto “porque los blancos también compran zapas de basket,” LeBron -entre otros- fue central al declarar como la muerte de Trayvon podía ser en el futuro la de uno de sus hijos.

La tercera razón es que -al igual que el ejército, que es extrañamente una de las arenas sociales más integradas racialmente de los EE.UU.- los jugadores, entrenadores y otros miembros del staff tienen que convivir intensa y cuasi permanentemente en una liga que juega entre partidos de temporada y playoff hasta 110 partidos en un período corto -máximo 6 meses-, con muchos viajes, entrenamientos, y la necesidad de “aguantarse” en la cancha contra los rivales. Y a diferencia de los otros deportes los planteles son relativamente chicos, no hay mucho espacio para “escaparse” del otro.

La actual ola de protesta se hizo letra e imagen en este momento post COVID de la liga. Hay muchos jugadores que no entraron al campus de Orlando donde se juega por razones personales o familiares, y algunos más que lo hacen por cuestiones políticas -para no distraer de la lucha. Los debates antes del recomienzo de la temporada en un espacio cerrado al que denominan burbuja fueron fuertes. Tanto que aún antes del partido inaugural el jugador de Utah Jazz Donovan Mitchell (Say her name, dice en su camiseta por Breonna Taylor, asesinada en su propia casa por la policía de Lousville, Kentucky) declaró que “el basket era una distracción” pero que su obligación era jugar y seguir empujando la causa de Black Lives Matter en la cancha. Si la NFL -la liga de fútbol americano- quedó sumida en un escándalo cuando uno de sus jugadores se arrodilló en vez de pararse durante el himno que se toca antes de cada partido, ahora en la NBA es una revolución cuando un jugador o entrenador no lo hace. 

El momento actual de la NBA es un laboratorio único para observar las relaciones entre deporte, comercio y las divisiones políticas y sociales. También probablemente sea un escenario privilegiado para ver el límite de políticas que apuntan a la visibilización de un problema como su solución última, intentando conjurar un mundo de Igualdad, Paz, Justicia y reconocimiento social solo a partir de las palabras escritas en el piso y en las camisetas. Los jugadores lo entendieron, y la huelga que forzaron los Milwaukee Bucks cuando no se presentaron a jugar culminó en una serie de demandas puntuales, enfocadas en el voto y la financiación por parte de los dueños de franquicias de organizaciones que persiguen una agenda de justicia social. Ojalá el resto de los grupos que reclaman sigan este ejemplo político feliz, y se enfoquen en la búsqueda de cambios sociales puntuales, específicos y parciales más allá de los sintagmas que resuenan, pero a veces pierden su eficacia simbólica con el tiempo. 

Acerca del autor / Claudio E. Benzecry

Licenciado en Ciencia Política por la UBA, Doctor en Sociología por la New York University (NYU) y Profesor en la Universidad de Northwestern (Chicago). Es autor de El fanático de la ópera (Buenos Aires, Siglo XXI, 2012) y editor de la colección “La teoría social ahora” (Siglo XXI).

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